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Esta no es una disputa administrativa ni una pugna coyuntural entre un presidente y una universidad, es parte de una ofensiva más amplia
En su afán por someter a las instituciones a su voluntad, Donald Trump en pleno ejercicio de su presidencia de “estilo imperial”, ha abierto un nuevo frente de batalla: la educación superior.
Esta vez, el blanco ha sido Harvard, la universidad más antigua (1636) y una de las más prestigiosas de Estados Unidos (que integra la Ivy League), a la que su administración intentó privar de la potestad de admitir estudiantes extranjeros.
La jugada, orquestada por Kristi Noem en su condición de directora del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), pretendía cancelar de inmediato el programa de intercambio de Harvard, afectando a más de 6 mil 800 estudiantes internacionales (que representan el 27 por ciento del total de sus estudiantes) y amenazando con desmantelar buena parte de su estructura académica y científica.
Pero Harvard como era de esperar, fiel a su prestigio y trayectoria, no se quedó de brazos cruzados.
Reaccionó con integridad, firmeza y celeridad, demandando al Gobierno ante los tribunales por lo que calificó —con razón— como una “acción ilegal e injustificada”.
La respuesta judicial no tardó en llegar: una jueza federal en Boston suspendió cautelarmente la orden, reconociendo el “daño inmediato e irreparable” que provocaría su aplicación.
No es el final de la contienda pero sí representa una primera victoria en un pulso que si bien está lejos de terminar, marca un precedente de enorme relevancia para la defensa de la autonomía universitaria.
Conviene no minimizar lo que está en juego. Esta no es una disputa meramente administrativa ni una pugna coyuntural entre un presidente y una universidad. Es parte de una ofensiva más amplia, peligrosa y premeditada contra la libertad académica, la ciencia, el pensamiento crítico y todo aquello que represente un contrapeso al poder autoritario.
Trump eligió a Harvard no solo por su peso simbólico influencia global y recursos económicos (tiene un Endowment de 53 billones), sino también como experimento: si lograba doblegar a esta institución, lo más seguro es que ninguna otra podría resistir.
El trasfondo de esta medida es claro: castigar a Harvard por no plegarse a los dictados ideológicos del trumpismo, acusarla de “antisemitismo”, “terrorismo” y hasta de “colaborar con el Partido Comunista Chino”, con base en la participación de estudiantes extranjeros (beneficiados con visas F1 ybJ1) en protestas propalestinas y el clima de debate crítico que caracteriza a los campus universitarios.
El DHS llegó incluso a exigir los nombres y datos personales de los alumnos extranjeros involucrados en estas manifestaciones, una afrenta sin precedentes a los derechos civiles y a la privacidad.
Lo más alarmante es que esta ofensiva se enmarca en una narrativa populista y vengativa que desprecia a las élites educativas, estigmatiza la diversidad y busca imponer una “pureza ideológica” alineada con el nacionalismo autoritario que promueve Trump.
Harvard, con sus miles de estudiantes internacionales, representa precisamente lo contrario: un espacio de apertura, inclusión y excelencia global. No es casual que, en los últimos años, el trumpismo haya hecho de la “ideología woke” su enemigo número uno.
Frente a este embate, la universidad ha respondido con dignidad y coraje. Su presidente, Alan Garber, ha reafirmado el compromiso de Harvard con su comunidad internacional, recordando que sin sus estudiantes extranjeros, Harvard no sería Harvard. Y tiene razón. La fortaleza de las universidades estadounidenses reside, en buena parte, en su capacidad para atraer talento global, fomentar la diversidad cultural y preservar la libertad de pensamiento. Cuestionar esto es minar la base misma de su excelencia.
La justicia ha hablado, y al menos por ahora, ha protegido ese principio. Pero el caso no está cerrado. La Casa Blanca ya ha congelado más de 2 mil 700 millones de dólares en fondos federales destinados a la universidad y amenaza con retirar su exención fiscal. Se prepara, además, una audiencia en julio por una segunda demanda, en la que el Gobierno exige medidas disciplinarias ideológicas internas y supervisión externa de profesores y estudiantes.
La resistencia de Harvard es un ejemplo que debe inspirar al resto de las instituciones académicas del país. Porque lo que está en juego no es solo el futuro de sus estudiantes internacionales, sino el modelo mismo de universidad libre, crítica e independiente que ha sido faro del conocimiento en el mundo. Y porque, más allá del autoritarismo de turno, el sistema de pesos y contrapesos sigue siendo una muralla que debe protegerse.
Harvard ha ganado una batalla, pero la defensa de la libertad académica exige que todos —universidades, jueces, estudiantes, sociedad civil— se sumen a esta causa. Hoy es Harvard. Mañana podría ser cualquiera.